En días de bajamar, cuando las corrientes marinas y el viento son propicios, arriban a los arrecifes de la Isla del Náufrago equipajes de barcos hundidos, botellas con mensajes ilegibles, toneles vacíos en cuya oscuridad se respira todavía el olor salitroso del vino y la deriva. A veces, en días como ésos, han llegado a la isla balsas deshabitadas, construidas con tablas en las que aún se perciben las marcas dejadas por las uñas de los tripulantes que se aferraron a ellas hasta que el cansancio, la sed, el golpe de una ola inesperada, la lenta rendición o la simple incongruencia del deseo de vivir los arrastraron a la profundidad del mar. En varias de esas balsas había velas construidas con camisas blancas, deshilachadas por la intemperie, y en una de tales velas todavía eran visibles iniciales y corazones bordados con seda roja. Muy de tarde en tarde, sobre el precario maderamen de tales navíos llegan a los arrecifes náufragos tenaces, víctimas de cualquier desastre guardado en secreto, supervivientes de algún sueño que se resiste a morir. En medio de tanta desesperanza, la Isla del Náufrago es entonces una fiesta. No hay fuegos de artificio, bandas de música, protocolarios actos de bienvenida, ni palabras apenas... De momento, no hacen falta. Cuando un náufrago se reconoce en los ojos de otro náufrago, los corazones hablan por sí mismos. Luego sí. Luego, con los abrazos colmados y el corazón recompuesto, cada superviviente cuenta su historia, y cada historia adquiere el peso necesario para dejar en la arena la huella de sus palabras, sobre esos ondulantes renglones de espuma que dibujan las olas en las playas de nuestra isla. Año tras año —porque la vida es larga, y persistentes las galernas e incesantes los naufragios—, se van acumulando en nuestras pequeñas costas equipajes de barcos hundidos, botellas con mensajes ilegibles, jirones de blancas velas, nuevas historias que se repiten en el silencio de los atardeceres, llevadas y traídas por las rompientes con tanta persistencia que hasta el contorno de la isla parece haberse erosionado hasta cambiar de forma —lo intuimos desde los arrecifes—, como si las playas se escalonaran en bordes rectilíneos, en diminutos peldaños parecidos a las hojas de un libro abierto. Incluso algunas noches de fiebre o pesadilla llegamos a creer que la Isla del Náufrago es sólo eso: un libro del que somos personajes y desde cuyas páginas tratamos de reconstruir nuestro mundo perdido, del que al amanecer sólo persiste una nostalgia brumosa que a veces nos empuja de nuevo al mar, especialmente cuando en el horizonte nos parece ver la silueta de algún enorme trasatlántico en el que imaginamos salones de baile, mesas de caoba con manteles de lino, cuberterías de plata. Arrastrados por esa nostalgia son muchos (si puede decirse eso de tan pocos) los que se aventuran a retomar sus balsas para navegar hacia la estela de los trasatlánticos felices. Es posible que alguna vez los alcancen. Quienes nos quedamos en la Isla remamos con ellos desde lo más profundo de nuestros deseos. Pero seguimos aquí, atados a nuestra historia y nuestras dudas. Ni tan siquiera estamos seguros de que esos grandes barcos arriben a puerto alguno. Hay quien asegura que simplemente se limitan a surcar los océanos sin más rumbo que la huida. Finalmente, hemos acabado por creer que lo poco que tenemos es mejor que lo mucho que no necesitamos. Incluso algunos, desde la bruma de la nostalgia, haciendo de la necesidad virtud —o simple desvarío—, hemos llegado a formular dos teorías complementarias: Según la primera, nuestra isla es nuestro mundo. La segunda sugiere que en los grandes trasatlánticos con salones de baile y mesas de caoba, con manteles de lino y cuberterías de plata, sólo se respira el aire maloliente de las chimeneas, los motores ahogan el susurro del mar, jamás llega la luz del sol.
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